lunes, 2 de abril de 2012

REFLEXIONES EN EL DÍA DEL ABOGADO

Dr. Santos Eugenio Urtecho Benites

Decano del Colegio de Abogados de La Libertad.

En el día del Abogado, resuena en la memoria una pregunta leída como título de uno de los artículos de uno de los más connotados juristas peruanos del Derecho Procesal, publicado por primera vez hacia Abril de 1997 en el Decano de la prensa nacional. “¿Los abogados tenemos remedio?” reza el título, cuestión que a primera vista podría parecer disonante o pesimista, pero que al avocarse en el contenido de la publicación nos hace ver luces de esperanza deóntica en una profesión cuyo ejercicio soporta los vapuleos y críticas resonantes del medio, y no gratuitamente sino por ‘méritos’ propios de algunos colegas que no necesariamente hacen las veces de estandarte del advocatus, sino más bien que no tendrían claras las líneas de conducta que una profesión como la nuestra debe representar en la sociedad.

Coincidimos con Juan Monroy Gálvez –el autor referido en el párrafo precedente— cuando afirma que actualmente –y esto es hace más de dos décadas como lo es ahora— “el abogado es para la sociedad peruana un profesional de conducta imprevisible”. Podría resultar extraño señalar que la fuente de trabajo del abogado se origina en la falta de confianza entre los ciudadanos o en el exceso de confianza mostrado por uno de ellos, pero es así; de ahí que forma parte del ideario social que alguna vez –cuando el hombre no sea el lobo del hombre— el ejercicio profesional llegue a ser prescindible. Lo paradójico resulta siendo que el abogado, al ser partícipe de los conflictos particulares, pasa a convertirse en un especialista en la miseria humana, tanto que muchas veces termina formando parte de ella.

Suele ocurrir que el abogado litigante –dedicado al litigio—, ávido de mejorar su mercado, olvide que el nexo central de su relación con el cliente está dado por el análisis riguroso de la justicia del caso que recibe. Se afirma entonces que “el abogado debe ser el primer juez con quien se encuentra el cliente”, pero no siempre sucede así. En algunos casos ocurre que, preocupado más bien por su interés patrimonial –que de hecho puede ser muy justo o legítimo— termina llevando a los órganos jurisdiccionales un caso al que sólo su entrenada razón le permite frasearlo dándole un grado de verosimilitud a veces artificial. Y en un contexto así tal vez se pueda recurrir a la explicación de que el Derecho no es una ciencia exacta, lo que no deja de ser cierto, aunque resulte exagerado pensar que sólo sea un saber librado al azar o “sometido a los vaivenes de una retórica hueca que impresiona a los espíritus débiles”. Pero, en esos casos, al Derecho lo remplaza una forma particular y torcida de relaciones públicas.

Desde un punto de vista pluridimensional, al ejercicio de la abogacía se le podría encontrar la coexistencia de cuatro colegas distintos en uno solo: “Por un lado está el abogado que creemos que somos; junto a él, reside el profesional que la comunidad cree que somos. También pernocta en nosotros el abogado que realmente somos y, finalmente, consume los mismos alimentos, aunque probablemente sea mayor su cuota de angustia, el abogado que debemos ser”. Éste último es el deóntico.

Empero, de fines del siglo XX y hasta esta parte de la presente centuria, pareciera se ha generalizado la imagen del abogado que debe ejercer su profesión en un medio modelado en base a una dependencia a las sociedades industrializadas, en planos tan variados como la tecnología o los valores. Por eso, quizá, predominaría el “modelo” de abogado puesto de cara a una sociedad de consumo, que ejerce su profesión privilegiando el lucro, atizando la competencia, asegurando el triunfo “como sea”. Se trataría de un abogado que confunde prestigio con riqueza, consciente o inconscientemente; y en ello no se puede apreciar la función social del abogado, porque resultan siéndole lejanos los problemas sociojurídicos de la comunidad. Este modelo puede encajar en cualquiera de los tres primeros ‘tipos’ de abogados referidos en el párrafo precedente, pero de ninguna forma en el cuarto, en el tipo deóntico, en el abogado que debemos ser.

¿La solución? Es compleja llegar a ella, como que sería utópico exponerla en estas líneas. Pero un punto de partida bien puede ser algo que a todo abogado nos lo han mencionado desde la primera clase en la Facultad de Derecho, y que hasta ahora escuchamos o leemos, pero que quizá aún no asimilamos:

I.Estudia: El Derecho se transforma constantemente. Si no sigues sus pasos serás cada día un poco menos abogado.

II.Piensa: El Derecho se aprende estudiando, pero se ejerce pensando.

III.Trabaja: La Abogacía es una ardua fatiga puesta al servicio de la justicia.

IV.Lucha: Tu deber es luchar por el Derecho, pero el día que encuentres en conflicto el Derecho con la justicia, lucha por la justicia.

V.Sé leal: Leal con tu cliente, al que no puedes abandonar hasta que comprendas que es indigno de ti. Leal para con el adversario, aun cuando él sea desleal contigo. Leal para con el juez que ignora los hechos, y debe confiar en lo que tú le dices y que, en cuanto al Derecho, alguna que otra vez debe confiar en el que tú le invocas.

VI.Tolera: Tolera la verdad ajena en la misma medida en que quieres que sea tolerada la tuya.

VII.Ten paciencia: El tiempo se venga de las cosas que se hacen sin su colaboración.

VIII.Ten fe: Ten fe en el Derecho, como el mejor instrumento para la convivencia humana; en la Justicia, como destino normal del Derecho; en la paz como substitutivo bondadoso de la justicia; y sobre todo, ten fe en la libertad, sin la cual no hay Derecho, ni justicia, ni paz.

IX.Olvida: La abogacía es una lucha de pasiones. Si en cada batalla fueras llenando tu alma de rencor llegaría un día en que la vida sería imposible para ti. Concluido el combate, olvida tan pronto tu victoria como tu derrota.

X.Ama tu profesión: Trata de considerar la abogacía de tal manera que el día que tu hijo te pida consejo sobre su destino, consideres un honor para ti proporcionarle que sea abogado.

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